Habitamos en ella por nueve largos meses y apenas comenzamos a tener ideas propias, pocas cosas de ella nos complacen.
Pronto olvidamos que nos enseñó a hablar, a nombrar las partes del cuerpo para curarlas si nos dolían, muy lejos del recuerdo quedan sus comidas para consentirnos por nuestro cumpleaños, bastante desdibujadas las noches en vela que pasaba sólo para asegurarse de vernos respirar y ni quién se acuerde de la lluvia de mantas que improvisaba para arroparnos los sueños.
Apenas crecemos, comenzamos a olvidarnos de nuestra madre. Y esperamos que lo entienda y se resigne a añorar nuestros abrazos, nuestro cariño y nuestra admiración infantil.
Damos su labor y su presencia como un hecho.
Y luego simplemente la olvidamos.
Después, sin darnos cuenta, nos dedicamos a ver a nuestra madre solo para criticarla.
Para hacerle saber que no nos abrazó lo suficiente.
Que le faltó paciencia o le sobró rudeza.
Que debió pensar más en nosotros y menos en ella misma.
Y sin más, afirmamos categóricos, que pudo habernos cuidado mucho mejor.
Nos dura años la energía para señalarle sus errores y muy poco nos asiste la disposición para darle las gracias.
Queremos que sea perfecta.
Que sepa como amarnos.
Cuánto amarnos.
De qué manera amarnos.
Cuándo dejar de amarnos.
Es así.
Queremos ser lo más importante para ella, pero que sepa tener una vida propia para que no nos asfixie.
Pero no tan propia que luego crea que tiene la libertad de elegir vivir algo que no nos guste.
Queremos que las madres sean rápidas para que el tiempo y la energía les permita ofrecernos una casa ordenada, una mesa servida con lo que nos gusta y unos brazos listos para atraparnos con amor.
Rápidas para conseguir nuestra ropa favorita, rápidas para comprarnos lo que más anhelamos.
Pero no tan rápidas como para que nos pidan ir a su ritmo. Allí las queremos lentas.
Inmóviles de ser posible.
Las queremos valientes, que se abran paso, que se destaquen, pero no tanto que nos incomoden con lo que desean o proclaman en público.
Queremos que sepan distinguir lo que quieren, pero que no quieran algo que no nos guste, como que se divorcien y mucho menos que se enamoren de nuevo.
Queremos madres presentes, madres disponibles. Pero al mismo tiempo las queremos fantasmas.
Una madre que se vaya cuando no la aguanto, pero que acuda dócil cuando la necesite de nuevo.
Queremos que sepan conversar, que sepan hablarnos.
Pero que se callen cuando no estemos de humor o cuando nos disgusten sus ideas.
Una madre que nos de, pero que no pida.
Madres que sepan defenderse.
Pero que aguanten calladas todas las veces que queramos decirles que se equivocan.
Queremos madres que no se victimicen por lo vivido y que por sobre todo, entiendan lo difícil que fue para nosotros.
Desde que nacemos le arrancamos a nuestras madres para siempre su condición de mujer, más allá de la maternidad.
Asumimos que está para dedicarse a saber ser nuestra madre y fuera de esa misión, no alcanzamos a ver que es mujer, que es humana, que tiene sueños, ganas de una vida mejor, que se equivoca, que duda, que se atreve y que luego a veces, también se culpa por ello.
A las madres las reducimos.
Si no son como queremos que sean.
No queremos verlas.
Es así.
No queremos verlas a ELLAS, solo queremos ver a la MADRE que necesitamos que sea. Sin que a nosotros como hijos nos importe que es una persona.
Nos comportamos como auténticos tiranos que castigamos, que no agradecemos, ni reconocemos.
Vivimos creyendo que lo merecemos todo.
Y decidimos que si nos fallan, no les toque nada.
¿No haces lo que yo espero?
Pues te mando al diablo y ya está.
Aguantas a que yo vuelva a tener ganas y humor y ya está.
Te pongo a prueba con mis exámenes de hijetud y ya está.
Pasamos años lamentándonos de los castigos que nuestras madres nos propinaron en nuestra infancia.
Sin percatarnos que desde nuestra adolescencia hasta nuestra adultez, nosotros las castigamos por todo lo que a nuestros ojos, no hicieron adecuadamente.
Dicho así.
Debiera ser una cuenta saldada.
Pero no, su deuda nunca acaba.
Inclusive, cuando la madre lo hace bien, no hay reconocimiento.
Es lo mínimo que se esperaba de ella.
Para eso es madre ¿no?
Hacer lo que le toca.
Es su trabajo.
Un trabajo que queda a la sombra, aunque sea ella quien ilumine sin cesar, muchas veces desde una vida oscura.
Nuestras actitudes de hijetud, tienen siempre una excusa: Tuvimos un mal día, mucha tarea, una bronca sentimental, un trabajo que no funcionó, un proyecto que nos descapitalizó, alguien que nos defraudó y por supuesto, la carga de una terrible infancia.
Mientras que los malos días de la madre ocurren porque le falta buena actitud.
Si se pone mal, es su mal carácter.
Si es difícil, seguro son las hormonas, su hipocondría o de plano, es que está pagando lo que debe.
Invisibilizamos sus luchas.
Las nuestras son por lo que ella hizo mal.
Las suyas son porque sigue haciéndolo mal.
Cuanto salvajismo hay para ella.
Menospreciamos su historia y aún así, esperamos su ternura, su comprensión, su disponibilidad.
Ella que resuelva, que para eso es la madre.
Y es cierto. Mientras somos pequeños, dependemos de ella.
Sin embargo cuando crecemos, llega también nuestra oportunidad para ir más allá de lo que ella pudo.
E ir más allá no es irnos de nuestra historia.
Es quedarnos y sanarla.
Las madres necesitan una tregua.
No del mundo, no de la sociedad, no del sistema.
Las madres necesitan una tregua del juicio de los hijos.
La madre necesita escuchar a otros decirle y necesita decirse así misma que ha hecho lo mejor que pudo con lo que tenía.
La madre necesita volver a ser mujer, volver a ser persona.
Necesita verse más allá de nosotros, los hijos, para admirarse más y culparse menos.
La madre necesita un respiro para vivir sin ser juzgada por sus decisiones.
Equivocadas o no, son de ella.
Y ella es tan libre como exigimos nosotros los hijos serlo.
Somos una generación que clamamos el derecho de tener un lugar en el mundo, mientras con frecuencia olvidamos agradecer a la primera persona, que nos cedió su lugar interior, para que tuviéramos un mundo.
Y aunque ser padre reserva desafíos también gigantes, sinceramente ninguno tan grande como el de la madre.
Porque la espada del conflicto no atraviesa mortalmente la paternidad, como la maternidad.
Esa salvedad de la que gozan los padres, se la debemos también a nuestra madre.
Es ella quien dedicaba veinticuatro horas al día a educarnos. Por eso absorbió de manera automática todos nuestros reclamos sin que al padre le alcanzará la daga de nuestro desdén juicioso.
Nuestros reclamos de hijetud, como todos los brebajes amargos de la crianza, se los bebe nuestra madre.
Es buen momento de ampliar la mirilla por la cual nos asomamos a nuestra infancia.
Hemos llegado hasta aquí gracias a su vientre.
Muchos sobrevivimos gracias a que desde que nacemos, ella, asume su trabajo de por vida. Un trabajo donde nunca descansa, donde no hay diplomas, ascensos, ni aumentos de sueldo.
Un trabajo que está destinado a hacerse y a juzgarse con la vara más alta.
Un trabajo que siendo honestos, muy pocos en nuestro sano juicio aceptaríamos con tanta convicción como lo hace una madre.
Seguramente todos los hijos hemos sido aliviados por los cuentos y la medicina ancestral de caldo de pollo y hierbasanta de nuestras madres.
Que fortuna si así ha sido.
Que gran oportunidad para equilibrar nuestra existencia.
Todos los días son buenos para decir gracias por la vida que nos han dado, que si bien no ha sido perfecta, si es suficiente, con la que ahora siendo adultos, podemos transformar y volverla única.
Todos los días son buenos para sanar lo que tengamos pendiente por sanar.
Todos los días son buenos para tomar a la madre en lugar de confrontarnos con ella.
GRACIAS A TODAS LAS MAMÁS.
Por si con la hijetud lo habíamos olvidado.
De verdad gracias.
El mundo es un lugar mejor con sus cuidados.
Un ser humano que ha sido cuidado, protegido y amado, es una persona con toda una vida llena de las mejores cosas para andarla.
Por supuesto, Gracias a mi mamá,
Mamá:
La vida que todos los días reorganizo, reparo y resignifico, comenzó en ti, por ti, contigo.
Te amo inconmensurablemente.
Gracias por elegir a papá.
Tenerlos como mis guías en esta fiesta llamada vida, ha sido una jugada maestra, el mejor regalo.
Con amor
C